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Durante estos últimos años, cuando me preguntaban qué había hecho para adelgazar o qué hacía para mantener la línea, respondía invariablemente: «Comer en restaurantes y participar en comidas de negocios», lo cual provocaba sonrisas y no convencía a nadie.

 

Seguramente también a usted esto le parecerá paradójico, especialmente si atribuye su propio aumento de peso a sus obligaciones profesionales que, con excesiva frecuencia, lo ponen ante la tentación de la buena mesa una autentica trampa para grasa. En todo caso, eso es lo que usted piensa.

 

Como todo el mundo, lo más probable es que haya intentado aplicar un sinfín de principios de dominio público que, desde hace mucho, figuran en la larga lista de los lugares comunes. Y seguramente haya constatado que, además de ser casi siempre contradictorios entre sí y de no dar más que resultados nulos o efímeros a la hora de perder peso, la mayor parte de esos principios eran difíciles de aplicar llevando una vida normal. Presentan incluso tales molestias en sí mismos, que acaban por desanimarnos rápidamente.

 

 


Por tanto usted está hoy -y desde hace varios años- preocupado por lo que púdicamente podríamos llamar su sobrecarga ponderal se gun dice el libro incinerador de grasa.

 

A comienzos de los años ochenta, cuando había sobre pasado ya los treinta y cinco años, mi balanza señalaba unos ochenta kilos, es decir, seis más que mi peso ideal.

Nada alarmante, a decir verdad, para una silueta de un metro ochenta y uno a pocos años de la cuarentena.

 

Hasta entonces había llevado una vida socioprofesional más bien regular y mi exceso de peso parecía haberse estabilizado. Los «excesos alimentarios», si en realidad se podía hablar de excesos, eran muy ocasionales y tenían carácter esencialmente familiar. Cuando se es originario del sudoeste de Francia, la gastronomía forma parte obligada de la educación. Incluso se convierte en rasgo cultural fundamental.

 

Hacía mucho que había abandonado el azúcar, por lo menos la que se echa en el cale. So pretexto de una alergia, no comía patatas y, salvo el vino, prácticamente no bebía alcohol.

 

 

 

Los seis kilos de más los habia conseguido en un período de diez años,noconociendo el incinerador de grasa, una curva de progresión relativamente modesta. Miraba a mi alrededor y creía estar dentro de la norma, y hasta más bien un poco por debajo.

 

de pronto, de la noche a la mañana, me vi obligado a desempeñar mi profesión en condiciones completamente diferentes: me confiaron una responsabilidad internacional en la sede central europea de la multinacional norteamericana para la cual trabajaba.

 

Ahora debía pasar gran parte de mi tiempo viajando y mis visitas a las filiales, que eran parte de mi tarea específica, estaban invariablemente asociadas a reuniones de carácter gastronómico.

De vuelta en París y en el marco de mis funciones de relaciones públicas internas, tenía que acompañar a mis visitantes -en su mayoría extranjeros- a los mejores restaurantes franceses de la capital. Esa actividad formaba parte de mis obligaciones profesionales, y debo confesar que no era lo más desagradable del trabajo.

 

Pero tres meses después de haberme hecho cargo de mis nuevas responsabilidades había aumentado por lo menos siete kilos. Debo aclarar que, durante ese período, tuve que hacer un cursillo de tres semanas en Inglaterra, hecho que no contribuyó precisamente a mejorar las cosas.

La señal de alarma había sonado. Era urgente, pues, hacer algo.

 

Como todo el mundo, al principio caí más o menos en los lugares comunes habituales, con los resultados tan decepcionantes que sabemos.

 

En eso estaba cuando, por un golpe de suerte, encontré un médico de medicina general, apasionado por los problemas de la nutrición, que me dio algunos consejos fundamentales, cuyos principios cuestionaban, al parecer, los fundamentos de la dietética tradicional.

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